miércoles, 22 de febrero de 2012

Cumbia – 2da parte


Las vestiduras tienen claros rasgos españoles, muy parecidas a las del actual Flamenco: Largas polleras, encajes, lentejuelas, candongas, etc. Y los mismos tocados de flores y el maquillaje intenso en las mujeres. Las vestimentas de los hombres, por otro lado, son muy parecidas a las usadas en los encierros en el marco de las fiestas de San Fermín en Pamplona: camisa y pantalón blancos, un pañolón rojo anudado al cuello y sombrero.
Cuando hacia 1942, la radio bogotana comenzó a transmitir las estrofas de "...se va el caimán, se va el caimán", las voces de protesta e indignación no se hicieron esperar. Dispuestos a no permitir mayores abusos de la radiodifusión, los estamentos de la sociedad capitalina se pronunciaron, a la cabeza el diario El Siglo, que en un editorial de ese mismo mes protestó por el alud de composiciones “inmorales” que estaban propagándose por la radio, entre ellas, por supuesto, la tonada del Caimán.
En 1940, El Heraldo de Barranquilla había publicado una corresponsalía de Plato, Magdalena, con la noticia de que un hombre de aquella población se había convertido en caimán y rondaba, llorando, con voz humana, por los caños vecinos. La madre del metamorfoseado llegaba hasta la orilla de los caños y le proporcionaba alimento. Así nació la historia del hombre caimán, inmortalizada en una canción por el compositor José María Peñaranda.
En los años cuarenta, en el interior del país, todavía se creía que la civilización occidental y las buenas costumbres comenzaban y terminaban en Bogotá, y el folclore costeño parecía "bárbaro y exótico".
Una investigación realizada en 1949 por las empresas de discos, demostró que la alta sociedad prefería el Bolero y la Guaracha (de Cuba), el Blues y el Fox (de Estados Unidos), y el baile del Botecito (también de Cuba). La clase media prefería el Bolero y la Rumba criolla, un invento bogotano con reminiscencia de pasillo y generalmente tocado con instrumentos de cuerda. La clase humilde prefería el Pasillo y el Tango arrabalero, en donde abundan las puñaladas, los hijos sin padre, los presidios, las madrecitas que sufren y los adulterios.
En la Costa no se le hacía mucho caso al Pasillo y al Bambuco. En las fiestas, cuando la orquesta tocaba un Pasillo, se advertía que las parejas abandonaban la sala de baile; en cambio, el Pasillo sí era la música preferida para las serenatas.
Los bailes populares en la costa Atlántica son antiquísimos, pero solo en 1940 llegaron a los salones de la buena sociedad. Antes de esa fecha, se limitaban al pueblo raso.
En el interior, la presentación en sociedad de la música costeña ocurrió el primero de enero de 1949, cuando la revista Semana entregó a sus lectores un informe especial sobre un tal Lucho Bermúdez. El artículo explicaba a los cachacos en qué consistía la música costeña y qué era eso del porro, que por aquella época era visto ciertamente pecaminoso o, al menos, no propio para que las señoritas lo bailaran. Algunos decían que era “vulgar y bullicioso”, pero casi nadie le negaba su alegría.
El artículo comenzaba con una pequeña semblanza de Bermúdez y luego se explayaba en un recorrido erudito de los ritmos e instrumentos costeños: qué era una guacharaca, unas maracas, etc. El escritor del artículo, el escritor Alfonso Fuenmayor, elucubraba en el por qué de la afición a unos ritmos que “alborotaban hasta un mismo muerto”.
Desde 1945, el salón de bailes del legendario Hotel Granada de Bogotá había comenzado a atiborrarse con el éxito súbito un músico bolivarense que con su orquesta al estilo de las “Jazz Band” norteamericanas, maravillaba con un ritmo que seducía, pero que, matizado y estilizado para los requerimientos sociales y morales de la época, estaba destinado a convertirse en el ritmo bailable por excelencia. El músico, claro está, no era otro que Lucho Bermúdez y el ritmo, indudablemente, era el porro pelayero. Gracias a Bermúdez y a los porros pelayeros estilizados, la música costeña pudo quedarse y echar raíces en el interior del país.




Horacio Fehling


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